Cuando era pequeño, cerca de la Iglesia Parroquial de Boiro, existía un bar, ahora absorbido por el progreso y la especulación inmobiliaria, al que llamaban “El cacahuete”. En él nunca faltaba la “tapa”, por ponerle algún nombre, de cacahuetes (“arcahueses”). El propietario, que ejercía de camarero, tabernero y todo lo que viniese al caso, esparcía sobre la mesa un puñado de cacahuetes sin pelar cuyas cáscaras y pieles desperdigarían los clientes en el suelo entre el serrín que el dueño depositaba en época de lluvia. Creo no haber ido nunca, era demasiado pequeño para frecuentar esos garitos, pero sí recuerdo cómo con sólo hablar de ello sentía el crujir de las cáscaras y la piel desplazándose por las yemas de mis dedos.
A Gerardo le encantaban los cacahuetes salados. Los compraba pelados dentro pequeñas bolsitas que se comían en un abrir y cerrar de ojos. Durante aquella época de amistad mi hermano se había unido a esa afición y, por extensión, yo mismo (…)